La noche tropezó y cayó. No eran más de las
siete de la tarde. El estruendo movió las veredas y encendió algunas
lamparitas del alumbrado público. Los vecinos se miraban asustados. La
oscuridad los abrazó a todos, no sé si por compasión o miedo.
Ranas y grillos comentaban despavoridos la
noticia. Cayó la noche decían, se cayó! Las ratas salieron por las bocas de
tormenta y por las rendijas redondas de las casas, a chusmear (nadie las llamó), querían escuchar
lo que rumiaban los murciélagos que revoloteaban como animales enceguecidos.
Las vecinas corrían las cortinas de sus
ventanas y apenas alcanzaban a sentirse seguras dentro de sus propias casas. Los bancos en las plazas pensaron seriamente en uír y los amantes sobre ellos dejaron de besarse.
Las estrellas se reunieron a ver que estaba
sucediendo. Se iluminaban para verse entre sí, algunas hasta chocaron y se pedían disculpas, innecesarias frente a semejante desconcierto.
Los quejidos de la noche sembraron rumores
de huesos rotos y dientes quebrados. Daban pena los lamentos y quejidos de la
madre de los días, pero poco podían hacer por ella los inútiles despiertos. Por
su inmensidad nadie acudió a ayudarla, se sentían menos, incapaces, impotentes,
diminutos todos los testigos. Y ya como
desesperado alguien los tranquilizó a todos, el sol ya viene en camino dijo.
Nunca más supimos de ella, en el barrio
nunca nada más del infeliz suceso se dijo. Los días son ahora eternos y nada
sospechan nuestros hijos más chicos, pero algunos pocos aún guardan el secreto
de aquella tarde, en que la noche abajo se vino.
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