El cielo de Montevideo y el camino de las hojas amarillas.

    Hacia la rambla por entre los árboles, la calle me invita a caminar y me lleva. Por la sombra y entre los claros, buscando la rambla.
    Montevideo tiene un encanto que no sé explicar, pero voy a intentarlo.
    Contagiados de la ferocidad de nuestros hermanos vecinos, nuestro tránsito es aún tranquilo. Más lento. El termo bajo el brazo nos impide correr, será eso. O será que el mar nos distrae, y nos distraen los arboles en las veredas. Aferrados a la tierra, temiendo que algún día desaparezcan arrancados por la voracidad del crecimiento urbano. No creo que suceda, cuando uno está bien plantado en la vida, los miedos son un viento indefenso que no nos despeina.
    Somos callados, excepto cuando somos feriantes o si subimos a un tablado, o a vender en un ómnibus. Pero somos sumisos para soportar el daño causado sobre nuestro cielo roto. Ahora nuestros paseos en verano son limitados a ciertas horas. Un agujero que no causamos nos lastima la piel. El cielo parece estar rompiéndose sobre nosotros. Se están resquebrajando nuestras calles y los pastos amarillos crujen a nuestro paso. Esto no sucedió siempre. Está pasando ahora.
    Montevideo resiste a cambios climáticos, a estados de ánimo,a cambios de gobierno,  incluso a golpes de estado. Los ecos de su historia la han hecho crecer, y mantenerse chiquita y modesta simultaneamente. Algunos hasta ven los cambios. Otros los padecen.
   Hoy caminé por esta ciudad, desde el barrio de La Teja hasta Punta Carretas.
Lo bueno de caminar y escribir es que pueden hacerse en solitario. 
   Buscando nada y encontrando todo. Árboles y casas solas, plazas, hamacas y bancos. Esquivando las humedas hojas amarillas para no pisarlas, visité calles que desconocía y me metí por callejones de ranchos con ventanas grandes y cortinas tiezas. Las bocas de tormenta, aburridas tanto como para no alcanzar a quejarse, me miran pasar, indiferentes. Son siempre las mismas, en las mismas esquinas.
   El flotante piso de hojas de los platanos de la calle Luis de la Torre. El suave descenso de Pedro Giralt y sus curvas esquinas de recuerdos llenos. Es mediodia y el otoño de mayo ilumina todas las veredas. El sol calienta por encima de los abrigos, obsoletos  en atípica jornada. Por estos sitios atribuimos un lindo dia al sol.
   Mientras camino, observo, a madres con sus largos vestidos blancos, colgadas sobre los cables ondulados de la calle, lavando el cielo para mantenerlo como un telón impecable. Los pájaros dibujan ondas con su vuelo. Los portones crujen al abrirse, y al cerrarse silvan de nuevo.
  
   Tantas veces la velocidad no me deja ver  las bondades del barrio. Tanto correr para finalmente llegar tarde a todos lados. Tanto andar para encontrarme siempre en el mismo punto, parado. Tanto alrededor y yo siempre buscando. Tanto hay acá y yo viajando hacia otro lado.

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