pasión finita

    Como todos los días, al levantarse, Wilmar Brindisch tendió su cama y barrió su cuarto con una vieja y desquiciada escoba con dientes de plástico. Con la convincente idea de recibir visitas. Tal vez ella, esta noche, convierta en realidad sus retorcidos deseos.
   Sostuvo en el aire por algunos instantes el teclado de su computadora y empujó en el aventón de un trapo, algún libro y alguna nota de recordatorio olvidada. Dobló dos buzos de lana y un pantalón, para inmediatamente y sin gran análisis, alinearlos en sus respectivos estantes junto a sus iguales piezas, en un placad sin puertas. Tomó con delicadeza una varita india perfumada, y la encendió para que el ambiente sea optimo y ayude en la conquista, cuando al atravesar la puerta ella diga: “que rico olor a inciensos”, dando paso a su pregunta habitual en estos casos: “te molesta si prendo uno”. 
   Muchos momentos de su vida había desperdiciado pensando en lo que podría hacerle bien al otro. Midiendo cada uno de sus movimientos para sorprender y agradar. Aunque como todos sabían, su ímpetu compulsivo lo llevaba una y otra vez a decir y a hacer estupideces que no podía olvidar con humana destreza. 
   Esa mañana luego de ir al supermercado y traer lo imprescindible para sostenerse medianamente alimentado durante un periodo cercano a un mes, pero que nunca alcanza, Wilmar Brindisch salió sin ducharse.

   Volvió a su casa apenas pasadas las 20 horas. Algo cansado recordó uno a uno los desaciertos del día. Confundido como siempre dudó de llamarla, de invitarla, por lo que prefirió no convocarla a celebrar los logros matinales en su cuarto, ni los de su desacomodado cuerpo. Se alimento comiendo todo lo que vio a su alcance mientras abandono una taza con leche en su microondas. Luego armó galletitas con dulce de higo hasta acabar las 8 o 10 que saldaban el contenido del paquete.
   Agotado en sus exhaustivos y mentales análisis sobre su comportamiento, los del mundo, los del sistema y los de la televisión, decidió brindarse una ducha caliente. Había sido un frio día de invierno, uno de los últimos tal vez de esa estación. Algo diferente motivó este acto, al margen de conocer los beneficios que otorgaría a su espalda y a su estado anímico general. Esta vez la ducha no buscaba limpiarse para otro. Esta vez la entrega no fué para otro sino para él. Pocas veces podía hacerse este tipo de regalos. No tardó en elegir una ropa sencilla para cambiarse, solo un calzoncillo y unas medias limpias. Puso música un tanto alta para que desde su cuarto el ritual cuente con esta vital compañía. Tomó una desgastada toalla, tiró sus ropas al piso frío del baño, atravesó los hongos de la mampara con listones de aluminio, elevó el monocomando y fue tanteando la temperatura del agua. Una vez que las cristalinas gotas y el vapor caliente impactaron en sus hombros, comenzó a percibir aquella gigante sensación irreconocible. Este no era un baño más. Al fin un verdadero sentimiento de amor por sí mismo surgió en este intimo rincón de su casa. Pudo finalmente experimentar los efectos de auto acicalamiento, de auto masaje, de relajación, de mimarse. Por vez primera sintió uno a uno los impactos de las veloces gotas ahumadas sobre su piel, sobre su cuerpo erguido. Enjabonó y recorrió su cuerpo con mesura, con una destreza que no sabía y poseía. Esta vez no le importó que la corriente fluvial en sus oídos distorsione las melodías que de su habitación provenían. Esta vez fue un goce ignorar la melodía y la letra. Pudo dejar atrás los lamentos del día. Por un instante no se ocupó de descubrir el camino hacia el dinero y las cuentas. Esta vez no importo que nombre susurraba su corazón, ni que ese amor no fuera correspondido. No se juzgó por ponerse siempre en situaciones degradantes. No había lugar para todo eso. Solo disfrutar y dejarse estremecer por el cosquilleo del recorrido termal sobre su contorno.
   Poco tuvo que hacer para obtener tanto. Nada tuvo que hacer para olvidarlo todo y dejarse sentir.
   Pero esta vez no hubo excepciones y la temperatura del agua decayó en temperatura, anunciando el final de las reservas del calefón. Desahuciado y contento el Sr. Brindisch cerro el pase de agua, se secó y volvió a sus angustias. Se sentó frente al monitor, archivo nuevo, documento en blanco y empezó a escribir.